El por qué de la Filosofía
Gilbert Keith Chesterton (1874–1936) fue un escritor inglés al que muchos llaman “el príncipe de la paradoja”. ¿Por qué? Porque tenía la habilidad de decir verdades profundas de la manera más ingeniosa y sorprendente. Fue periodista, novelista, poeta, ensayista y hasta creador del famoso detective sacerdote, el Padre Brown.
Chesterton no solo escribía para entretener: también invitaba a pensar. Con humor, ironía y un estilo brillante, se dedicó a cuestionar las ideas de su época y a defender lo que él consideraba esencial: la fe, la tradición y el sentido común. Obras como Ortodoxia o El hombre eterno siguen siendo leídas hoy porque, más allá del tiempo, nos hablan de lo humano con frescura y profundidad.
Leer a Chesterton es encontrarse con un autor que mezcla sabiduría con carcajadas, y que logra que incluso los temas más serios se disfruten como una buena conversación.
Les dejo a continuación un pequeño escrito de él sobre su postura ante el pensamiento filosófico.
La mejor razón para un resurgir de la filosofía es
que, a menos que un hombre tenga una filosofía, le ocurrirán cosas horribles.
Será práctico; será progresista; cultivará la eficiencia; confiará en la
evolución; realizará el trabajo que tenga más a mano; se dedicará a los hechos,
no a las palabras.
Así, derribado por un golpe tras otro de ciega estupidez
y fortuito destino, andará dando tumbos hasta una muerte miserable, sin otro
consuelo que una serie de reclamos, tales como los que catalogué antes.
Todo eso no es más que un simple sustituto de los pensamientos. En algunos
casos son los apéndices y los últimos extremos de los pensamientos de otro.
Eso significa que un hombre que se niega a tener su propia filosofía no
tendrá siquiera las ventajas de una bestia bruta, que vive según su instinto.
Sólo dispondrá de los restos usados de la filosofía de algún otro; y eso es
algo que las bestias no se ven obligadas a heredar; de ahí su felicidad.
Los hombres siempre tienen una de estas dos cosas: o una filosofía completa
y consciente, o la aceptación inconsciente de los pedacitos rotos de alguna
filosofía incompleta, destrozada y a menudo desacreditada. Esos pedacitos son
las frases, que ya cité: eficiencia, evolución y todo lo demás.
La idea de ser ‘práctico’, así aislada, es todo lo que queda de un
pragmatismo que no puede sostenerse en pie del todo. Es imposible ser práctico
sin un ‘pragma’. ¿Y qué ocurriría si acudiéramos al primer hombre práctico que
encontremos y le preguntáramos al pobre por su ‘pragma’? Hacer el trabajo que
tenemos más cerca es una tontería evidente; aunque esto se haya repetido en
muchos álbumes. En nueve casos de cada diez significaría realizar el trabajo
para el cual estamos menos capacitados, tal como limpiar ventanas o golpear al
guarda en la cabeza.
‘Hechos, no palabras’ es en sí mismo un ejemplo excelente de ‘Palabras, no
pensamientos’. Es un hecho arrojar una piedra a un lago y es una palabra la que
envía un recluso a la horca. Pero la verdad es que existen palabras
absolutamente fútiles, y esta especie de filosofía periodística mezclada con
ciencia popular está formada casi enteramente por ellas.
Algunos temen que la filosofía los aburra o los aturda,
porque creen que no sólo es una retahíla de palabras largas, sino una maraña de
ideas complicadas.
A esas personas se les escapa el aspecto más importante de la moderna
situación. Esos son exactamente los males que todavía perduran, principalmente
por falta de una filosofía.
Los políticos y los periódicos siempre están usando palabras largas. No es
un completo consuelo que las usen mal. Las relaciones políticas y sociales se
han complicado más allá de toda esperanza.
Son mucho más complicadas que cualquier página de metafísica medieval; la
única diferencia está en que los hombres de la Edad Media podían desenredar la
maraña y seguir las complicaciones; y los modernos no pueden. En nuestros días
las cosas más prácticas, como las finanzas y la política, son terriblemente
complicadas. Nos contentamos con tolerarlas porque nos contentamos con
comprenderlas mal, no con entenderlas.
El mundo de los negocios necesita de la metafísica… para que lo simplifique.
Sé que estas palabras serán recibidas con desprecio y con ásperas
aseveraciones de que éste no es momento para tonterías y paradojas, y que lo
que realmente se necesita es un hombre práctico que venga y aclare el problema.
Y sin duda aparecerá un hombre práctico, uno de la interminable sucesión de
hombres prácticos; y sin duda vendrá y sacará unos cuantos millones para él
mismo y dejará el lío más embarullado que antes; como ha hecho anteriormente
cada uno de los demás hombres prácticos.
La razón es perfectamente simple. Este tipo de persona un tanto burda e
inconsciente siempre añade algo a la confusión; porque él mismo tiene dos o
tres diferentes motivos en el mismo momento y no distingue entre ellos.
Ya enredados en su mente, sin esperanza, un hombre tiene: 1º. un intenso y
humano deseo de enriquecerse; 2º, un deseo un tanto pedantesco y superficial de
progresar y marchar de acuerdo con el mundo; 3º, un profundo disgusto porque lo
crean demasiado viejo para estar a la altura de la gente joven; 4º, un cierto
patriotismo o espíritu público, vago pero genuino; 5º, un concepto falso de un
error cometido por H. G. Wells, en la forma de un libro sobre la evolución.
Cuando un hombre tiene todo esto en la cabeza y ni siquiera trata de
clasificarlo, mediante consenso y aclamación unánime es llamado un hombre
práctico.
Pero no se puede esperar que el hombre práctico enmiende la impracticable
confusión, pues no puede aclarar la confusión de su propia mente, y mucho menos
la de su propia comunidad y civilización, extraordinariamente complejas.
Por algún motivo extraño, se acostumbra a decir que este tipo de hombre
práctico ‘conoce sus propias ideas’. Pero naturalmente, eso es lo primero que
no conoce. En unos pocos casos afortunados, tal vez sepa lo que quiere, como lo
sabe un perro o un chiquillo de dos años; pero ni aun entonces sabrá para qué
lo quiere. Y es el cómo y el por qué lo que se debe considerar cuando se
investiga el modo en que cierta cultura o tradición ha llegado a verse en un
embrollo.
Lo que necesitamos, como lo comprendieron bien los antiguos, no es un
político que sea también hombre de negocios, sino un rey que sea filósofo.
Pido disculpas por la palabra ‘rey’, que no es
estrictamente necesaria al sentido, pero sugiero que precisamente sería una de
las funciones del filósofo detenerse en tales palabras y determinar su
importancia o su falta de importancia.
La República Romana y todos sus ciudadanos tuvieron hasta el final horror a
la palabra ‘rey’. En consecuencia, inventaron y nos impusieron la palabra
‘emperador’.
Los grandes republicanos que fundaron América también tenían horror a la
palabra ‘rey’, que por tanto reapareció con el especial matiz de Rey del Acero,
Rey del Petróleo, Rey del Cerdo y otros monarcas similares, hechos de
materiales similares.
La labor del filósofo no es necesariamente condenar la innovación o negar el
distingo. Pero tiene el deber de preguntarse qué es exactamente lo que hay en
la palabra ‘rey’ que le disgusta a él o a otros.
Si lo que le disgusta es que un hombre use la piel moteada de un animal
llamado armiño, o que un clérigo le coloque a un hombre un aro de metal en la
cabeza, decidirá de un modo. Si lo que le disgusta es que un hombre tenga
vastos e irresponsables poderes sobre otros hombres, puede decidir de otro
modo. Si lo que le disgusta es que la piel o tales poderes pasen de padre a
hijo, deberá averiguar si esto ocurre actualmente en el mundo del comercio.
Pero, de todos modos, tendrá la costumbre de examinar el asunto por el
pensamiento, por la idea de lo que le gusta o le disgusta; y no sólo por el
modo como suena una sílaba o como lucen tres letras que comienzan con una ‘R’.
La filosofía es sólo pensamiento que ha sido pensado. A
menudo es muy aburrida.
Pero el hombre no tiene alternativa, entre sufrir la influencia de
pensamientos que han sido pensados y no sufrir la influencia de pensamientos
que no han sido pensados. Esto es lo que comúnmente llamamos cultura y
civilización hoy en día.
El hombre siempre sufre la influencia de alguna clase de pensamientos, los
propios o los de algún otro; los de alguien en quien confía o los de alguien de
quien nunca oyó hablar; pensados de primera, segunda o tercera mano; pensados a
partir de desacreditadas leyendas o de rumores no verificados; pero siempre
algo con la sombra de un sistema de valores y una razón para su preferencia.
El hombre siempre examina todo por medio de algo. La cuestión aquí es saber
si alguien examinó alguna vez el examen.
Tomaré un ejemplo entre los mil que existen. ¿Cuál es la
actitud de un hombre común cuando se le cuenta un suceso extraordinario: un
milagro? Me refiero a eso que vagamente se llama sobrenatural, pero que tendría
que llamarse más exactamente preternatural. Pues la palabra sobrenatural se
aplica sólo a lo que es más alto que el hombre y una buena cantidad de milagros
modernos tienen la apariencia de venir de lo que es considerablemente más bajo.
De cualquier modo, ¿qué dicen los hombres modernos cuando aparentemente se
los confronta con algo que (por usar la trillada frase), no puede explicarse
naturalmente?
Pues bien, la mayoría de los modernos, de inmediato se pone a decir
tonterías. Cuando algo así se menciona corrientemente, en novelas, diarios o
revistas, el primer comentario es siempre algo parecido a: “¡Pero, mi querido
amigo, estamos en el siglo XX!”.
Merece la pena tener ciertos conocimientos de filosofía, aunque sea sólo
para evitar hacer el tonto de un modo tan horrible. A fin de cuentas tiene
menos sentido que decir: “¡Pero, mi querido amigo, estamos a martes por la
tarde!”. Si los milagros no pueden ocurrir, no pueden ocurrir ni en el siglo XX
ni en el XXI. Si pueden ocurrir, nadie sería capaz de probar que existe una
época en que no puedan ocurrir.
Lo mejor que puede decirse del escéptico es que no puede decir lo que quiere
expresar, y sea lo que sea lo que quiere expresar, no puede expresar lo que
dice. Si sólo quiere decir que se puede creer en los milagros en el siglo XII,
pero no se puede creer en ellos en el siglo XX, entonces se equivoca
nuevamente, tanto en la teoría como en la práctica.
Se equivoca en la teoría porque el reconocimiento inteligente de las
posibilidades no depende de una fecha sino de una filosofía. Un ateo podría no
creer en el siglo I y un místico podría seguir creyendo en el siglo XX.
Y se equivoca en la práctica, porque todo muestra que habrá muchos milagros
y mucho misticismo en el siglo XXI; y sin duda alguna su cantidad va en aumento
en el siglo XX.
Pero sólo he tomado esa primera agudeza superficial
porque hay un significado en el simple hecho de que viene primero; y su misma
superficialidad revela algo de lo subconsciente. Son agudezas casi automáticas;
y las palabras automáticas tienen cierta importancia en psicología.
No seamos demasiado severos con el digno caballero que informa a su querido
compadre que estamos en el siglo XX. En las misteriosas profundidades de su
ser, hasta ese enorme asno en realidad quiere decir algo.
El quid de la cuestión es que no puede explicar lo que quiere decir; y esa
es la razón para una mejor educación filosófica.
Lo que quiere decir es esto, poco más o menos: “Hay una teoría que explica
este misterioso universo, por la cual, en realidad, se inclinó cada vez más
gente durante la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo
XIX; y hasta ese punto al menos, la teoría creció con los inventos y los
descubrimientos de la ciencia, a los que debemos nuestra actual organización –o
desorganización- social. Esa teoría sostiene que causa y efecto han obrado
desde el principio en una ininterrumpida secuencia como un destino inalterable;
y que no hay voluntad tras ese destino; de modo que debe obrar por sí misma en
ausencia de esa voluntad, como una máquina debe funcionar en ausencia del
hombre. En el siglo XIX hubo más personas que sostuvieron esa particular teoría
del universo. Yo, personalmente, la sostengo, y por lo tanto es evidente que no
puedo creer en milagros”.
Todo eso tiene mucho sentido; pero también lo tiene la afirmación contraria:
“Yo no sostengo esa teoría; y por lo tanto es evidente que puedo creer en los
milagros”.
La ventaja de un hábito filosófico elemental es que le
permite a un hombre comprender, por ejemplo, una afirmación como esta: “Si
puede o no haber excepciones a un proceso, depende de la naturaleza de ese
proceso”.
La desventaja de no tener ese hábito es que un hombre se impacientará ante
esa perogrullada tan sencilla; y lo llamará jerigonza filosófica. Pero seguirá
hablando y dirá: “No podemos tener esas cosas en el siglo XX”. Y eso es
verdadera jerigonza.
Sin embargo seguramente se le podría explicar la primera aseveración en
términos bastante sencillos. Si un hombre ve que un río corre cuesta abajo día
tras día y año tras año, está muy justificado en calcular, hasta podríamos
decir en asegurar, que seguirá así hasta que desaparezca.
Pero no está justificado para decir que no puede correr cuesta arriba hasta
que sepa realmente por qué corre cuesta abajo. Decir que lo hace por
gravitación responde a la cuestión física y no a la filosófica. Sólo repite que
hay una repetición; no toca la cuestión más profunda de si esa repetición puede
ser alterada por cualquier cosa fuera de ella. Y eso depende de si hay algo
fuera de ella.
Por ejemplo, supongamos que un hombre ha visto al río en sueños. Puede
haberlo visto en un centenar de sueños, siempre repitiéndose y siempre
corriendo cuesta abajo. Pero eso no impediría que el sueño centésimo fuera
distinto y el río trepara la montaña; porque el sueño es un sueño y hay algo
fuera de él.
La simple repetición no prueba la realidad o lo inevitable de algo. Debemos
reconocer la naturaleza del objeto y la causa de la repetición.
Si la naturaleza del objeto es una Creación y la causa un Creador, en otros
términos, si la repetición misma es sólo la repetición de algo determinado por
la voluntad de una persona, entonces no es imposible para esa misma persona
determinar algo distinto.
Si un hombre es un tonto por creer en un Creador, entonces es un tonto por
creer en un milagro; pero no de otra manera. De otra manera es simplemente un
filósofo que es consecuente con su filosofía.
Un hombre moderno tiene absoluta libertad para elegir una
u otra filosofía.
Pero lo que realmente le ocurre al hombre moderno es que no conoce siquiera
su propia filosofía, sino sólo su propia fraseología. Sólo puede responder al
próximo mensaje espiritual de un espiritista o a la próxima cifra confirmada
por los médicos de Lourdes, repitiendo lo que generalmente no son más que
frases; o, en el mejor de los casos, prejuicios.
De ese modo, cuando un hombre tan brillante como H.G.
Wells dice que tales ideas sobrenaturales se han convertido en algo imposible
‘para personas inteligentes’, él –en ese momento- no habla como una persona
inteligente.
En otros términos, no habla como un filósofo; porque ni siquiera dice lo que
quiere expresar. Lo que quiere decir no es que sea ‘imposible para las personas
inteligentes’, sino ‘imposible para los monistas’ o ‘imposible para los
deterministas inteligentes’.
No es una negación de inteligencia sostener un concepto coherente y lógico
en un mundo tan misterioso. No es una negación de inteligencia creer que toda
experiencia es un sueño. No es signo de falta de inteligencia creer que es una
ilusión, como creen ciertos budistas; y mucho menos creer que es un producto de
una voluntad creadora, tal como creen los cristianos.
Siempre nos dicen que los hombres ya no deberían estar divididos de un modo
tan abrupto por sus distintas religiones. Como paso inmediato en el progreso,
es mucho más urgente que estén divididos más clara y abruptamente por distintas
filosofías.
Gracias AP
ResponderEliminar